Junta de Supervisión Fiscal: mal necesario ante el populismo
“Como dijo Bad Bunny, ‘yo no me quiero ir de aquí’. Pues para quedarnos, necesitamos construir condiciones de dignidad, eficiencia y justicia”


Históricamente, he sido un crítico frontal de la Junta de Supervisión Fiscal. La he señalado como la encarnación más palpable del colonialismo moderno. Su imposición por parte del Congreso federal representó, sin titubeos, el asesinato silencioso de la ya limitada autonomía política y fiscal del llamado Estado Libre Asociado. La mera existencia de esta entidad es un recordatorio constante de la subordinación política de Puerto Rico.
No obstante, con el paso del tiempo, también he aprendido a reconocer realidades incómodas. La Junta no es democrática. No responde al pueblo de Puerto Rico. Pero ha sido la responsable de que, por primera vez en décadas, tengamos un respiro gubernamental gracias a la histórica reestructuración de la deuda pública. Esa acción, aunque impopular, evitó un colapso aún mayor del gobierno y obligó a encaminar ciertos controles fiscales que antes parecían políticamente imposibles.
Eso, sin embargo, no es suficiente. El rol de la Junta no puede limitarse a reestructurar deuda y supervisar presupuestos. Su deber, especialmente ante la cobardía crónica de nuestra clase política, es tomar las decisiones difíciles que ningún funcionario electo se atrevería a asumir por temor al rechazo electoral.
Esa reforma exige la consolidación de municipios, el cierre de recintos universitarios cuya existencia ya no se justifica, la eliminación de agencias que operan como entes burocráticos en una era digital y un rediseño total del aparato gubernamental que hoy drena recursos sin ofrecer resultados. Ningún gobernador, alcalde ni legislador va a liderar ese proceso porque están atrapados por la necesidad de ganar la próxima elección. La Junta, por su naturaleza y autonomía, es quien único puede y debe hacerlo.
Mientras tanto, Puerto Rico sigue envejeciendo y despoblándose. Nuestra juventud sigue abandonando la isla, no por falta de amor patrio, sino por la desesperanza estructural que produce una isla sin oportunidades reales. Si el gasto público no se controla, si no se corta la grasa del gobierno, esta será una tierra cada vez más vacía y más frágil.
Es momento de que la Junta asuma con firmeza su papel y exija, sin miedo ni contemplaciones, las reformas impopulares que allanen el camino a un futuro más prometedor. Como dijo Bad Bunny, “yo no me quiero ir de aquí”. Pues para quedarnos, necesitamos construir condiciones de dignidad, eficiencia y justicia.
Solo cuando ese nuevo país empiece a surgir, uno con un aparato gubernamental racional, con finanzas sostenibles y con una visión clara de desarrollo, podremos hablar en serio de la salida de la Junta. Mientras tanto, lo que nos oprime no es solo la Junta ni el colonialismo, sino la ausencia de valentía para cambiar lo que está mal.
Y si esa valentía no viene de los nuestros, que al menos venga de quienes no tienen que ganar votos para actuar.