Cuando las tragedias se convierten en banderas
“Esta isla no puede levantarse sobre la violencia ni sobre etiquetas vacías, sino sobre la convicción de que la razón no grita: la razón convence”


Caminando por la calle podemos cruzarnos con miles de rostros: jóvenes, viejos, altos, bajitos, de piel clara u oscura, de distintas religiones o ideologías, y sin embargo, en esos momentos cotidianos —en la fila del supermercado, en la farmacia, en la iglesia— no pensamos en etiquetas políticas. Si surge una sonrisa o un comentario sobre lo ocurrido en la semana, lo hacemos como seres humanos que comparten una misma realidad.
Estas semanas han sido fatales. No porque la violencia sea nueva, sino porque se ha ido normalizando la idea de que todo debe debatirse en blanco o negro, bien o mal, como si solo hubiera espacio para extremos. Se exige radicalidad, se desprecia la posibilidad de consenso y así nos vamos alejando de las soluciones que necesitamos.
El asesinato de Charlie Kirk, joven activista conservador de 31 años y fundador de Turning Point USA, sacudió el debate político en Estados Unidos. Lo mismo ocurrió en Minnesota con la muerte de la expresidenta de la Cámara de Representantes, Melissa Hortman, y su esposo Mark Hortman, recordados como figuras de servicio público y vida familiar ejemplar.
Semanas después, el tiroteo masivo en la Annunciation Catholic Church de Minneapolis arrebató la vida de los niños Harper Moyski (10 años) y Fletcher Merkel (8 años). Tragedias distintas, pero con algo en común: en lugar de unirnos en el dolor, se usaron para comparar qué bando “es más violento”, quién carga con más muertes, a qué partido corresponde cada etiqueta. Esa lógica es peligrosa. Cuando las muertes se convierten en estadísticas partidistas, dejamos de ver personas y empezamos a ver banderas. Pero lo cierto es, que todas merecen la misma atención, el mismo respeto y la misma indignación.
Precisamente el pasado fin de semana, en las redes sociales y en la discusión pública en radio y televisión a nivel nacional, la diferencia se hizo evidente: Republicanos versus Demócratas, conservadores versus liberales, feministas versus “machistas”. En mi experiencia, sé que para muchos ser feminista equivale automáticamente a “muy de izquierda”, cuando en realidad significa promover que todos estemos en igualdad de condiciones. De igual forma, suele asociarse ser machista con ser “muy de derecha”, cuando en realidad, no todos los conservadores creen que los hombres son superiores a las mujeres. Son etiquetas cargadas de prejuicios que, casi siempre, bloquean la posibilidad de diálogo antes de empezar, sobre todo porque muchos no tienen claro qué significan realmente esas corrientes políticas.
Cuando esas etiquetas se convierten en trincheras ideológicas, el costo para una sociedad es alto. La historia —tanto la sagrada como la secular— ofrece ejemplos claros de lo que ocurre cuando los extremos imponen su lógica. Para mencionar otros momentos históricos y de otros países, basta mirar a Brasil, donde la pelea entre “bolsonaristas” y “lulistas” fragmentó familias, iglesias y comunidades, al punto de convertir cualquier decisión cotidiana en un acto de lealtad ideológica. En la Alemania nazi, la polarización no se quedó en discurso: se convirtió en persecución y exterminio, mostrando hasta dónde puede llegar una sociedad que deja de reconocerse en su humanidad común. Según los relatos históricos y bíblicos, tras la muerte de Salomón el Reino de Israel se dividió en dos: Judá y el Reino del Norte, debilitándose al punto de quedar expuestos a invasiones extranjeras. En España, en los años 30, la polarización fue tan corrosiva que convirtió vecinos en enemigos, preparando el terreno para la Guerra Civil. La lección es la misma: cuando los extremos mandan, la convivencia se rompe y el futuro se compromete.
Puerto Rico no puede darse ese lujo. En medio de la crisis fiscal y de gobernanza, lo último que necesitamos es desperdiciar energía en discusiones importadas que no nos acercan a soluciones reales. Como aprendimos hace ocho años atrás con el huracán María, en los momentos críticos dependemos unos de otros. Si en una emergencia no pudiéramos confiar ni en el vecino de al lado, entonces estaríamos perdidos como sociedad.
Hoy, siento que lo verdaderamente valiente es atreverse a estar en el centro. Valiente es apostar por el consenso, por construir puentes, por sostener conversaciones difíciles sin caer en el odio. Antes, el reto era enfrentar a los extremos. Hoy, el reto es no dejar que los extremos definan nuestro futuro, y superar etiquetas es el primer paso para reconstruir confianza.
Pensemos en que más allá de los partidos, lo que está en juego es qué sociedad heredarán nuestras próximas generaciones. Esta isla no puede levantarse sobre la violencia ni sobre etiquetas vacías, sino sobre la convicción de que la razón no grita: la razón convence.