Más allá del impacto económico: la huella social y cultural de la residencia de Bad Bunny
“Puerto Rico ya demostró lo que puede lograr cuando su cultura y su gente se unen en un mismo propósito”


Al concluir la histórica residencia de Bad Bunny en el Coliseo de Puerto Rico, los números han dejado clara la magnitud del evento: más de 30 funciones, 600,000 asistentes y un impacto económico estimado entre $379 y $713 millones, según distintos estudios.
Sin embargo, más allá de la contundencia de las cifras, lo que queda en la memoria colectiva del país es el impacto social y cultural que estas presentaciones provocaron.
Durante tres meses consecutivos, Puerto Rico vivió una experiencia que trascendió el espectáculo. El Coliseo se convirtió en un punto de encuentro intergeneracional, donde coincidieron familias, jóvenes, turistas y artistas de diversos géneros musicales. Fue un momento en el que la isla mostró al mundo su hospitalidad, creatividad y talento. Desde recomendar restaurantes hasta abrir las puertas de sus hogares, la gente se desbordó en solidaridad y espíritu de comunidad.
La residencia de Bad Bunny fue también un espejo de unidad nacional. Por unos días, los titulares internacionales no hablaron de crisis ni de política, sino de música, orgullo y celebración. El público, con su energía y entusiasmo, proyectó la imagen de un país que, pese a sus retos, posee una identidad vibrante y resiliente. El escenario, con invitados de la talla de Gilberto Santa Rosa, Rauw Alejandro, Arcángel y Pedro Capó, mostró la diversidad cultural que caracteriza a Puerto Rico.
Otro elemento clave fue el impacto en promoción y mercadeo internacional. Personalidades como LeBron James, Penélope Cruz, Jon Hamm, Travis Scott, Javier Bardem, Kylian Mbappé, entre muchos otros, no solo asistieron a los conciertos, sino que compartieron su experiencia con millones de personas alrededor del mundo. Cada aparición, cada testimonio y cada fotografía se convirtieron en una campaña espontánea de exposición
global para Puerto Rico como destino cultural y turístico. La residencia no solo llenó asientos: colocó a la isla en el centro de la conversación internacional.
Este fenómeno dejó en evidencia la capacidad de la isla no solo para organizar uno de los eventos más grandes de su historia reciente, sino también para proyectarse como capital cultural del Caribe y plataforma global. La pregunta que ahora queda es qué viene después.
¿Cómo capitalizar este momento? ¿Cómo transformar esta efervescencia en una agenda sostenida que impulse festivales, residencias y proyectos de integración entre turismo, música y comunidad?
El reto, en adelante, es no permitir que esta ola de entusiasmo se disipe con el cierre de la residencia. Puerto Rico ya demostró lo que puede lograr cuando su cultura y su gente se unen en un mismo propósito. Ahora, más que nunca, toca decidir: después de Bad Bunny, ¿qué sigue?