El costo político de no entender el momento
“González Colón desautorizó a una funcionaria que ella misma había nombrado y a quien el Senado confirmó con una rapidez inusual”

Ex secretaria del DACO, Valerie Rodríguez. Foto de archivo

En política, pocas cosas son tan peligrosas como tomar decisiones sin medir el costo interno. La destitución de Valerie Rodríguez, secretaria del Departamento de Asuntos del Consumidor (DACO), fue más que un error de comunicación: se convirtió en un mal cálculo político que fortaleció a quienes hoy representan un reto para la gobernadora Jenniffer González, empezando por figuras de su propio partido.
Ciertamente, cada administración tiene momentos que revelan su carácter político; y desde el inicio del cuatrienio, situaciones como la dinámica en las vistas de transición, los primeros nombramientos y los procesos de confirmación, y el tono del manejo de la prensa, evidenciaban los patrones que definirían el estilo reactivo de esta administración. Sin embargo, la destitución de Rodríguez no debe leerse como un simple desacierto, sino como un error estratégico que expone un gobierno sin brújula electoral, sin disciplina interna y sin la contención que exige un país institucionalmente frágil. Aunque la gobernadora tiene la autoridad legal para remover a sus jefes de agencia, en este caso actuó sin medir el tablero político ni las consecuencias operativas: pareciera que reaccionó desde el impulso, no desde la táctica, revelando una administración incapaz de ofrecer estabilidad y seriedad institucional.
La reacción pública —indignación, sorpresa con “sacó a su secretaria estrella” y justificaciones automáticas de que “ella perdió la confianza”— obliga a un análisis más profundo. González Colón desautorizó a una funcionaria que ella misma había nombrado y a quien el Senado, presidido por Thomas Rivera Schatz, confirmó con una rapidez inusual para un cuatrienio marcado por debates y controversias en los procesos de nombramiento. Rodríguez contaba con respaldo político y proyección mediática; incluso se mencionaba como posible candidata para el 2028, por lo que removerla en ese contexto abrió un conflicto donde “oficialmente” no lo había.
No es un secreto que el ambiente electoral tras las primarias entre la hoy gobernadora y el exgobernador Pedro Pierluisi en el 2024 exige estrategia y unidad. Pero en esta fragilidad, la gobernadora no calculó el costo interno ni midió el impacto sobre liderazgos emergentes como Rodríguez, ni sobre el propio presidente del Senado, con quien la relación era ya tensa. Tampoco ayudó la manera en que comunicó la destitución. González Colón se mostró autoritaria y confrontacional, adoptando un estilo irreverente que erosiona la seriedad del cargo, similar al del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que privilegia la confrontación sobre el contenido, el dramatismo sobre la seriedad y la agresividad sobre la institucionalidad. Ese estilo no proyecta liderazgo; proyecta improvisación, y en la comunicación política, un gobierno que reacciona está siempre un paso detrás.
Más aún, este episodio demuestra que confundir ejecución con amenaza es un grave error. En un país acostumbrado a jefes de agencia invisibles, Rodríguez sobresalía por ejecutar y comunicar resultados, especialmente frente a LUMA, un tema que ya había golpeado la credibilidad de la gobernadora por tratarse de una promesa incumplida al momento. Esa eficacia, lejos de ser valorada, fue interpretada como ambición política. La destitución se percibió desproporcionada y emocional, generando la sensación de que la secretaria fue tratada injustamente por su propia administración y alejando cada vez más la posibilidad de que una nueva generación de jóvenes profesionales asuma lo que ya se ha convertido en un riesgo: ingresar al servicio público. La gobernadora actuó como si castigara a una adversaria política cuando, en realidad, la estaba creando. No se sabe si realmente Rodríguez tiene interés en aspirar a un cargo electivo, pero en política esto se llama victimización involuntaria: pasó de funcionaria a símbolo, impulsada por la propia gobernadora hacia la arena política con una narrativa perfecta para una candidata idónea.
Es importante recordar que el ciclo electoral de 2024 dejó señales claras —para todos los partidos— de que el electorado ya no vota igual. El mejor ejemplo fue la contienda para comisionado residente: el ganador obtuvo más votos que la propia gobernadora, en parte por el pobre desempeño del candidato del PNP en el debate. A nivel estructural, se pudiera analizar si la victoria respondió más al colapso del PPD y a factores externos, incluida la relación entre la situación política de Venezuela, las elecciones del presidente Nicolás Maduro, la Alianza y el factor “Bad Bunny”, que a un proyecto partidista fortalecido. Ese contraste entre liderazgos individuales y fragilidad institucional debe servir de advertencia para todos, y al parecer no están leyendo al electorado.
En un escenario donde el voto ya no es automático y donde todos los partidos enfrentan bases menos disciplinadas, el electorado demostró que votó por figuras, no por colectividades. En ese contexto, el PNP necesita estrategia y unidad. Crear conflictos internos no es solo un error: es una amenaza estratégica, y ahí falló la gobernadora. No calculó el impacto sobre liderazgos emergentes ni sobre Rivera Schatz. En lugar de atender un asunto administrativo de manejo de equipo o de su personal, generó un conflicto mayor dentro del partido.
Incluso para muchos miembros del partido, la incoherencia institucional tampoco pasó desapercibida. Mientras se destituye a la secretaria del DACO, otros casos —como las controversias éticas que rodean al director de la Oficina de Gerencia y Presupuesto (OGP)— han quedado prácticamente bajo el radar, sin consecuencias visibles. Esta doble vara basta para cuestionar qué criterios se aplican para “ganar o perder confianza”. Cuando un gobierno actúa selectivamente, pierde autoridad moral y credibilidad.
Además del efecto político, hay un daño mayor que casi nadie discute: la interrupción en la continuidad del servicio público. Cada relevo abrupto desestabiliza la operación gubernamental: se detienen proyectos, se reestructuran equipos y se retrasan procesos. En el DACO surgen preguntas inevitables: ¿qué pasará con los procesos iniciados, incluido el litigio contra LUMA? ¿Se detendrán porque quien los impulsó ya no está, o continuarán por el bien del consumidor? Un país no puede reinventarse cada vez que un funcionario cae en desgracia.
Por eso, lo más relevante de este episodio no es la destitución en sí, sino que pareciera que la gobernadora no está jugando para el 2028 ni se comporta como parte de un proyecto colectivo. No calculó el impacto en el PNP ni midió la fragilidad de su propia posición. Para muchos, su decisión no debilitó a Rodríguez; debilitó su autoridad, pues internamente muchos se cuestionan si fue una decisión del secretario de la Gobernación, y profundizó fracturas de un partido que no está en condiciones de agravar sus problemas.
Al final, lo que queda no es la destitución; lo que queda es la impresión —ya ampliamente compartida— de que el equipo de Fortaleza no entiende el momento político que está viviendo, ni la fragilidad de su posición, ni la importancia de mantener cohesión interna. No perdió solo a una secretaria; perdió coherencia, control narrativo y la oportunidad de demostrar que el partido aprendió a leer los resultados del 2024.
Lo ocurrido deja una lección clara: sería ideal que el poder político no se fundamente en reacciones impulsivas o punitivas, sino en visión estratégica, respeto institucional y continuidad. Cuando un gobierno actúa sin medir el costo institucional de cada movimiento, erosiona la confianza pública y la política deja de ser un proyecto colectivo para convertirse en un ejercicio de supervivencia personal.
Puerto Rico merece gobiernos serios, con estrategia, con respeto por las instituciones y con sentido de responsabilidad ante un electorado que ya no vota por lealtad, sino por competencia y estabilidad. Gobernar no es improvisar; gobernar es construir confianza duradera en un país que no tolera menos.
Ese es, precisamente, el costo político de no entender el momento.


