OpiniónColumna

El mérito no se grita, se demuestra

“La aplausodependencia conlleva una extrema dependencia emocional del reconocimiento público”

Raúl Márquez
Por Raúl Márquez 16 de junio de 2025 • 7:18 a. m. AST
4 MIN
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En el servicio público, como en la vida, hay quienes caminan con paso firme, cumpliendo su deber en silencio, y hay quienes hacen de cada gestión una oportunidad para el aplauso. El primero construye respeto. El segundo, únicamente persigue y queda satisfecho una vez consigue reconocimiento.

Vivimos tiempos donde se ha hecho común una peligrosa tendencia que podríamos llamar la cultura de la visibilidad obligatoria. Funcionarios que no pueden concebir un logro sin su rostro al frente, una acción sin una foto, una gestión sin un titular. No por exigencia institucional, sino por necesidad personal. No por rendición de cuentas, sino por vanagloria.

Lo preocupante no es solo el narcisismo que eso proyecta, sino el daño institucional que genera. Porque cuando se distorsiona el propósito del servicio público, y este se convierte en una plataforma de validación personal, se pierde de vista la que debería ser la razón de ser de la gestión; servir al pueblo.  En algunos casos, la necesidad no atendida de reconocimiento puede llevar incluso a reinterpretar la historia para reclamar méritos que no le corresponden a quien los invoca.

Esa necesidad de aplauso puede transformarse en lo que denomino aplausodependencia. Se distingue por una extrema dependencia emocional del reconocimiento público que lleva a ciertas figuras a reaparecer solo cuando hay luces, titulares o controversia. Personas que pasaron por el servicio público sin haber sido protagonistas de transformación alguna, pero que buscan crédito por logros colectivos o decisiones institucionales que nunca fueron exclusivamente suyas.  Muchos de los logros que hoy algunos reclaman como propios no surgieron de reformas estructurales ni de una visión transformadora de la gestión pública. Fueron posibles gracias al acceso excepcional a fondos federales no recurrentes, asignados en respuesta a la pandemia. Millones de dólares que no estuvieron disponibles para ninguna administración anterior ni posterior, y que permitieron financiar eventos, incentivos y operaciones bajo condiciones extraordinarias. Presentar esos resultados como méritos personales, sin reconocer el contexto y la naturaleza temporal de los recursos utilizados, es distorsionar el mérito y banalizar el verdadero esfuerzo que requiere la transformación institucional sostenible.

Frente a esa tendencia, vale la pena destacar ejemplos actuales de quienes entienden el valor del trabajo bien hecho sin gritarlo. Funcionarios como Ciary Pérez, cuya sobriedad y rigor en la tarea contrastan con el ruido innecesario; Norberto Negrón, quien ha devuelto seriedad y dirección a la Autoridad de los Puertos con resultados, no con protagonismos; Félix Lassalle, servidor probado cuya palabra pesa más que cualquier cámara; o Willianette Robles, que ha sabido encaminar los proyectos turísticos con eficiencia y sin protagonismos.  A ellos se suman líderes como Roberto Lefranc Fortuño y Josué Rivera, quienes dirigen con firmeza, con visión, y sobre todo, con humildad. En todos estos casos, el resultado habla más alto que cualquier intento de autopromoción. Y esa es la diferencia entre liderar y figurar.

Pero esto no es solo una virtud de los presentes. Nuestra historia administrativa ofrece ejemplos admirables. Pensemos en Carmen Ana Culpeper, primera mujer en dirigir el Departamento de Hacienda bajo la gobernación de Carlos Romero Barceló, y figura clave también en la administración de Pedro Rosselló. Culpeper llevó adelante una gestión rigurosa, técnica y ejemplar sin buscar protagonismo, sin reclamar espacios, sin convertir su paso por la gestión pública en una plataforma personal. También vale mencionar a Xenia Vélez Silva, quien lideró el Departamento de Hacienda en el cuatrienio de 1997 a 2000, bajo Pedro Rosselló. Su perfil profesional siempre estuvo por encima de la autopromoción, y su nombre quedó asociado a la seriedad, no a la estridencia.

Ellas entendieron algo esencial; la gestión pública es una función, no un personaje. Su norte no fue la foto, sino el resultado. Su motivación no fue la aprobación, sino la responsabilidad.

En tiempos donde la política y la gestión enfrentan constantes cuestionamientos, necesitamos más servidores que entiendan que la credibilidad no se impone, se construye. Que el respeto no se exige, se gana, y que el mérito no se grita... se demuestra.

RM

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