La identidad boricua no está en disputa
“Ser puertorriqueño y ser americano no compiten; se complementan“


Ser puertorriqueño nunca ha sido incompatible con ser ciudadano americano. Sin embargo, por décadas se nos ha intentado imponer la falsa dicotomía de que afirmar nuestro orgullo boricua exige, casi como obligación ideológica, mantener distancia de todo lo que represente integración plena con los Estados Unidos. Esa narrativa, promovida principalmente por ciertos sectores de izquierda, busca encerrar la identidad puertorriqueña dentro de una sola visión política, como si amar a Puerto Rico requiriera renunciar a los valores democráticos de libertad, derechos y oportunidades que acompañan nuestra ciudadanía americana.
Pero la identidad de un pueblo no es propiedad exclusiva de ningún grupo político, y mucho menos de quienes aspiran a convertir el orgullo cultural en un instrumento de presión ideológica. La puertorriqueñidad es diversa, amplia y profundamente resiliente. No puede limitarse a un molde que solo valida una postura política. Ser puertorriqueño no depende del estatus que defendamos; es un hecho cultural, histórico y emocional que vive en cada uno de nosotros.
La pretensión de algunos sectores de redefinir qué significa “ser boricua” tiene un propósito claro: controlar el discurso. Al apropiarse de los símbolos, las palabras y la narrativa pública, intentan presentar como “auténtico” únicamente aquello que se alinea con su visión política. Todo lo que no se ajuste, incluyendo la aspiración legítima de convertirnos en un estado de la Unión, es demonizado como antipuertorriqueño, colonial o traidor. Auténtico, sin embargo, es quien lucha por su ideal sin importar los tropiezos —institucionales, sociales o culturales— impuestos para silenciar a quienes piensan distinto.
Esa manipulación conlleva un riesgo peligroso: convertir nuestra identidad en un terreno de exclusión. Si permitimos que otros dicten cómo debemos sentirnos o definirnos, estaríamos entregando una parte esencial de nuestra libertad. Una democracia madura reconoce que, bajo una misma bandera, caben múltiples opiniones, aspiraciones y caminos hacia el futuro. Puerto Rico no es la excepción.
El orgullo puertorriqueño no se reduce a una postura política. Está en nuestra música, nuestra fe, nuestra cultura, nuestra solidaridad, nuestras tradiciones y nuestras familias. Nada de eso se pierde ni se diluye al reconocer que también formamos parte de una nación democrática que nos garantiza libertades constitucionales, protección de derechos y oportunidades que millones en el mundo anhelan y por las cuales muchos han muerto.
Buscar la estadidad no es un acto contra Puerto Rico; es un acto a favor de nuestra gente. Es reclamar para los puertorriqueños la igualdad plena que ya vivimos en nuestra identidad americana, pero que aún no se refleja en nuestra estructura política. Es aspirar a que nuestra cultura se preserve, crezca y florezca bajo la seguridad que otorgan derechos y deberes iguales al resto de los ciudadanos americanos, ciudadanía que compartimos desde hace más de un siglo.
El puertorriqueño que defiende la estadidad lo hace porque ama profundamente a Puerto Rico y desea un futuro de justicia, igualdad y estabilidad. Lo hace desde la convicción de que nuestra cultura no necesita aislarse para ser fuerte, y que la libertad no se sacrifica por integrarnos plenamente a la nación de la que ya formamos parte. Al contrario: la libertad se fortalece cuando reclamamos el espacio que nos corresponde y no permitimos que otros dicten cómo debemos ser, sentir o pensar.
No podemos cederle a la izquierda la potestad de definir nuestra identidad. No podemos permitir que se manipulen palabras, símbolos o sentimientos para moldearlos a conveniencia. La identidad boricua no es negociable ni manipulable: es la suma de nuestra historia, nuestras luchas y nuestras aspiraciones.
Ser puertorriqueño y ser americano no compiten; se complementan. Somos ambas cosas, y en esa dualidad encontramos fuerza, no división. Por eso, defender nuestro derecho a escoger un futuro de igualdad —incluida la estadidad— no nos hace menos boricuas. Nos hace ciudadanos conscientes de que la verdadera libertad incluye no permitir que otros definan quiénes somos ni lo que aspiramos ser como pueblo.


