Recordatorio incómodo: Somos territorio estratégico, pero somos un pueblo sin estrategia
“Resolver el estatus no es un gesto simbólico ni un capricho ideológico. Es la base para recuperar control, estrategia y futuro”


La pasada semana resurgió la posibilidad de que Puerto Rico se utilice para ejercicios militares como parte de una intervención estadounidense en América del Sur. La reacción oficial fue inmediata: “Eso aquí no va a pasar”. Lo preocupante no es la frase, sino lo que refleja: Puerto Rico no participa en esas conversaciones ni decisiones. Lo militar es solo un síntoma de una condición más profunda: seguimos siendo un territorio sin poder real para decidir nuestro destino.
En este caso, además, hay que reconocer el contexto. La intervención responde al narcotráfico, en particular al Tren de Aragua y al Cártel de los Soles de Venezuela. Puerto Rico, por su posición geográfica, es eje y blanco de esas rutas, y esa realidad nos coloca en un esquema donde la milicia cumple un rol protector. Ahí surgió la contradicción: una de las ventajas de la relación con Estados Unidos es precisamente la seguridad militar. Sin embargo, de pronto vimos a líderes del PNP oponiéndose a esos ejercicios, mientras figuras del PPD los reconocían como positivos. Confieso que fue un doble y confusodiscurso por varios días. Luego —quizás tras recibir alguna nota de aclaración— recordaron que, de la misma manera que reclamamos ayuda federal tras huracanes o desastres, también es inherente a esta relación territorial que Puerto Rico sea considerado en asuntos de seguridad nacional. El problema, entonces, no es el motivo, que en sí mismo puede ser válido, sino que esas decisiones se tomen sin que el gobierno local tenga conocimiento y termine reaccionando tarde, en medio de la fragilidad democrática y la incertidumbre funcional que vivimos en el gobierno.
Recordemos que, bajo la cláusula territorial, Puerto Rico no elige al jefe del Ejército ni vota por el presidente de Estados Unidos. No tiene congresistas, no ratifica tratados ni participa en la formulación del presupuesto federal que condiciona su operación. En su lugar, contamos con la figura del comisionado residente: tiene micrófono, pero no voto; representa, pero no decide. Es el símbolo más elegante del coloniaje. Hoy, ante un Congreso republicano y un presidente que Puerto Rico rechazó simbólicamente en las urnas, esa falta de representación no solo es absurda, es peligrosa.
A pesar de poseer ciudadanía estadounidense, quienes nacen en Puerto Rico no disfrutan de los mismos derechos que en los cincuenta estados. Aquí, los derechos llegan con asteriscos y se vive con la constante sensación de ser ciudadano a medias. Resulta especialmente ofensiva la frase: “si quieres vivir en un estado, tienes cincuenta para escoger”, como si la igualdad dependiera de abandonar la patria. Esa actitud no es solución; es rendición. Es pedirle al pueblo que deje su tierra para ser reconocido como igual. Basta mirar a los miles de boricuas que se marchan sin querer, con la esperanza de volver.
Muchas decisiones que afectan a la isla ni siquiera se anuncian en foros locales. La ciudadanía suele enterarse por la prensa internacional, como si fuera observadora de su propio destino. No tener asiento en la mesa equivale a carecer de herramientas para definir rumbo y estrategia. En ese vacío, el país sobrevive, pero no progresa.
Al mismo tiempo, algunos sectores insisten en proyectar a Puerto Rico como una “nación” que rechaza fondos federales o aspira colectivamente a la independencia. Esa narrativa distorsiona la realidad e ignora tanto los resultados electorales como las necesidades concretas de la población.
La frustración con los partidos tradicionales también ha generado respuestas desde otros espacios, como la ola de Bad Bunny. El artista cuestionó públicamente a los partidos principales y conectó con una generación que no encuentra representación en las estructuras políticas existentes. No fue una propuesta política, sino una reacción emocional ante el estancamiento. Los políticos locales no supieron interpretarlo. El grito de “un Puerto Rico libre” fue reflejo de indignación colectiva, no un modelo de libertad estructural, pues la libertad no puede ser retórica ni el patriotismo una fantasía, en cambio debe ser una ruta concreta hacia dignidad y representación plena.
Hablar de independencia sin un modelo de sostenibilidad es tan irresponsable como ignorar el estatus actual. Cuando más del 40% del presupuesto consolidado proviene de fondos federales. Salud, educación, carreteras, vivienda y alimentos dependen de esa relación, cortar el vínculo sin alternativa sería inviable y mantenerlo sin exigir igualdad, también lo es.
Sin embargo, el movimiento estadista dentro del PNP tampoco ha sabido identificar el elefante en la habitación. Ese desconocer, me recuerda una frase de una profesora en la UPR de Carolina: “tiempo que pasa, verdad que huye”, y con ese paso, el estadoismo sigue perdiendo espacio, adeptos y alcance que inevitablemente otros ocuparán. Muchos jóvenes entienden esta dualidad y aspiran a un Puerto Rico justo y moderno, pero saben que carecen de las herramientas para comprender cómo el estatus ha sido manipulado por partidos que lo usan para prometer sin intención de resolver. Uno lo romantiza, otro lo administra y el otro lo retrasa.
Así las cosas, Puerto Rico continúa en un limbo político: ni Estado, ni Libre, ni Asociado. El problema no es si eres estadista, independentista o autonomista; el problema es que ninguno de los partidos ha tenido la voluntad ni la estrategia para resolver el estatus. Se repite el mismo teatro electoral cada cuatro años: promesas sin plan, narrativas sin acción y una ciudadanía cada vez más desconectada, pero profundamente afectada.
Defiendo la estadidad, no por fanatismo ni lealtad partidista, sino porque a mi juicio, representa la única alternativa práctica y viable hacia la igualdad de derechos y la única alternativa para garantizar la estabilidad de los servicios ciudadanos. No quiero depender de fondos que otros determinan ni de representantes que no elegimos. Los derechos no deben depender del lugar de nacimiento ni del código postal; deben estar garantizados con equidad y dignidad según la ciudadanía que nos toca.
No quiero que sigamos en este limbo. No quiero que un ente externo tenga que venir a “poner orden” en nuestras finanzas por la falta de estrategia interna de gobiernos que nos fallaron. En cambio, quiero que nuestros jóvenes puedan quedarse. Que nuestros mayores no pierdan lo poco que los sostiene. Que podamos operar un gobierno eficiente, sin improvisaciones, con continuidad y estrategia. Que desarrollemos nuestras capacidades al máximo, sin depender de la buena fe de personas que no elegimos, pero para lograrlo, primero hay que reconocerlo y admito que cada vez pareciera más lejano.
Hoy en pleno 2025, el problema ya no es “fueron los de afuera”; ese fue el conflicto de otra época. El problema son los de aquí: quienes han preferido el caos controlado al cambio estructural. Mientras Puerto Rico siga siendo un territorio, cada acción será parcial y cada decisión colectiva estará condicionada.
Resolver el estatus no es un gesto simbólico ni un capricho ideológico. Es la base para recuperar control, estrategia y futuro. Hasta que eso no ocurra, cualquier intento de desarrollo será incompleto y seguiremos siendo un territorio estratégico para muchos, pero un lugar sin estrategia para nosotros.