Una vez más, lo personal se tornó político: evidencia, coherencia y política pública (Parte II)
“Las discusiones desde los extremos han vaciado el espacio del centro“


En la columna anterior expuse el problema constitucional que surge cuando el Estado redefine quién es persona ante la ley y combina ese cambio con nuevas figuras penales. Partiendo de ese marco, la pregunta que corresponde ahora no es jurídica, sino de política pública: ¿responden estas medidas a una necesidad real y documentada en Puerto Rico, o estamos legislando desde el miedo, la reacción emocional y las consignas?
Conviene aclarar algo desde el inicio: esta discusión no empieza ni termina en el aborto. Reducir el debate a ese punto nos devuelve a las llamadas “guerras culturales” y nos impide ver el problema de fondo. Al reconocer jurídicamente al nasciturus como persona natural, el Estado crea un marco legal que altera la posición jurídica de cualquier mujer que quede embarazada, independientemente de si aborta o no. El foco no es la interrupción del embarazo, es el embarazo mismo y el alcance del poder estatal sobre el cuerpo gestante.
El propio texto de la ley lo confirma. Las enmiendas aprobadas y firmadas por la Gobernadora no se limitan a aclarar aspectos marginales del Código Civil. Reconocen expresamente al ser humano concebido en cualquier etapa de gestación y establecen que los beneficios derivados de esa condición pueden no coincidir con los intereses de la mujer gestante. Aunque el estatuto afirma que estos derechos no menoscaban la potestad de la mujer a tomar decisiones conforme a la ley, el derecho no se define solo por lo que una norma declara que no hará, sino por el marco jurídico que establece. Reconocer dos personas jurídicas dentro de un mismo embarazo traslada al Estado y eventualmente a los tribunales la función de arbitrar dentro de un cuerpo.
Es importante ser precisos: la ley no prohíbe hoy el aborto. Sin embargo, al reconocer personalidad jurídica desde la concepción, cambia el marco legal en el que ese derecho se analiza y lo vuelve más dependiente de interpretación judicial. Cuando existen dos personas jurídicas, los conflictos se resuelven por ponderación de derechos, no por cláusulas declarativas. La ley no establece cómo se resolverán esos choques, y esa incertidumbre debilita derechos y afecta la práctica médica.
Los datos oficiales del Departamento de Salud ayudan a contextualizar el debate. En Puerto Rico se registran entre 4,000 y 5,700 abortos al año, menos del 0.4 % de las mujeres adultas, y cerca del 98 % ocurre durante el primer trimestre. No existe evidencia de una práctica masiva ni promovida. Basta hacerse preguntas simples: ¿cuándo fue la última vez que vio un anuncio promoviendo el aborto?, ¿sabe dónde queda un centro que practique abortos? La mayoría de las personas no lo sabe. En Puerto Rico hay solo cuatro centros autorizados, estrictamente regulados, que no forman parte del discurso cotidiano. La narrativa de una “industria del aborto” no se sostiene con datos.
El debate, entonces, deja de ser sobre “la vida” en abstracto y pasa a ser sobre coherencia en el ejercicio del poder estatal. Un ejemplo reciente lo vimos durante la pandemia, cuando amplios sectores defendieron que el Estado no podía imponer intervenciones médicas, ni siquiera a niños ya nacidos, invocando la autonomía corporal y el derecho a la intimidad. Ese principio parece diluirse cuando se trata del embarazo. Si reconocemos límites claros al poder estatal en otros contextos, ¿por qué esos límites no aplican aquí?
Desde mi fe cristiana aprendí algo esencial: el juicio último no nos corresponde. La dignidad humana no se protege desde la condena, sino desde la responsabilidad y la compasión. Creer no me autoriza a imponer convicciones personales a otras mujeres mediante el poder del Estado. Precisamente por respeto a la libertad de conciencia, valor central tanto en la fe como en una democracia constitucional que reconoce la separación entre Iglesia y Estado, entiendo que las decisiones íntimas no deben convertirse en instrumentos de castigo ni de control jurídico.
Conviene también distinguir entre defender la vida y limitarse a promover el nacimiento. Muchos discursos que hoy se presentan como “pro vida” se concentran en impedir la interrupción del embarazo, pero guardan silencio sobre lo que ocurre después, educación, salud, seguridad y condiciones dignas. Defender la vida no puede reducirse al momento del parto. Un Estado coherente invierte en prevención de la violencia de género, en salud materna integral, en educación sexual basada en evidencia, en acceso a servicios médicos y en protección efectiva de las mujeres antes, durante y después del embarazo, no en respuestas punitivas ni en redefiniciones legales que erosionan derechos fundamentales.
Como ciudadana, como cristiana, como mujer y como vicepresidenta del Partido Demócrata de Puerto Rico, me preocupa seriamente el efecto que estas medidas tendrán sobre las libertades individuales y la coherencia de nuestro sistema democrático. Las discusiones desde los extremos han vaciado el espacio del centro: si se defiende la autonomía de la mujer, se adjudica como defensa del “asesinato”, y si se guarda silencio, se interpreta como complicidad. Ya no hay espacio para matices ni para atender problemas reales. Insisto, esto no se trata de izquierda o derecha, ni de ser feminista, conservador o liberal; se trata de los límites del poder estatal. Cuando el derecho deja de ver a las mujeres como sujetos plenos y comienza a tratarlas como contenedores jurídicos, no estamos protegiendo la vida: estamos redefiniendo la ciudadanía y convirtiendo lo personal, entiéndase nuestros cuerpos, nuestras experiencias y nuestras decisiones, en rehenes de la política pública y de promesas de campaña.


