El terrorismo nunca es la respuesta: Los Olvidados y las Lecciones de 1950
“Podemos recordar la historia compleja de Puerto Rico pero desde una justa perspectiva, sin honrar los actos violentos que la mancharon“


Para el 1 de noviembre, algunos grupos organizan un homenaje a Griselio Torresola y Oscar Collazo, los hombres que el 1 de noviembre de 1950, intentaron asesinar al presidente de los Estados Unidos Harry S. Truman en Blair House, así como también rinden tributo a Carlos Irizarry, uno de los comandantes involucrados en la insurrección de Jayuya que más tarde murió en un enfrentamiento con la policía.
Torresola y Collazo viajaron armados desde NY para atacar al Presidente que en ese momento se hospedaba fuera de La Casa Blanca por renovaciones programadas. En el ataque, protegiendo al Presidente de la emboscada realizada a Blair House, murió uno de los policías asignados a la seguridad del perímetro. El agente Leslie Coffelt, de 40 años, miembro de la Policía del Servicio Secreto, murió defendiendo al presidente Truman y es considerado un símbolo de sacrificio y valentía. Su esposa, Clyda Simmons Coffelt mantuvo viva la memoria de su esposo por décadas. En la Casa Blair, en el lugar del tiroteo, se encuentra una placa conmemorativa en su nombre y en su tumba, en el Arlington National Cementery, la inscripción resume la esencia de su vida y servicio, “He stood his ground” (Se mantuvo firme). Su muerte impulsó una profunda reforma en los protocolos de protección presidencial y dio origen a la División Uniformada del Servicio Secreto.
En Puerto Rico los ataques ocurrieron entre el 30 de octubre y el 2 de noviembre de 1950, en varios pueblos de la Isla: Jayuya, Utuado, Peñuelas, Ponce, Mayagüez, Naranjito, San Juan (La Fortaleza) y Arecibo, en un intento coordinado del Partido Nacionalista para declarar la independencia mediante la insurrección armada, liderados bajo el mandato moral y político de Pedro Albizu Campos como figura central ideológica.
En Puerto Rico murieron entre 28 y 34 personas inocentes, incluyendo civiles no combatientes. En Jayuya, el Sargento Enrique Vera Vélez, el Cabo Antonio Ramos incluidos varios vecinos del barrio Coabey que quedaron atrapados en los tiroteos. El sargento Vera Vélez tenía esposa e hijos en Utuado. Ramos era un joven recién casado, con apenas dos años en la fuerza. En Peñuelas, los policías Juan Sotomayor y Rafael Villanueva. Sotomayor tenía tres hijos y era veterano de la Segunda Guerra Mundial. Villanueva estaba próximo a retirarse del servicio policial. Juan Ramón Rivera, guardia asignado a La Fortaleza, murió en un tiroteo defendiendo al gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín. Juan Ramón tenía una esposa y dos hijas pequeñas.
Las viudas y huérfanos de los policías y civiles recibieron poco reconocimiento público en comparación con los homenajeados nacionalistas. Sus nombres rara vez se mencionan en actos o placas. Sin embargo, su sacrificio representa una parte igual y más silenciosa de la historia de Puerto Rico: los olvidados de 1950, que murieron tratando de mantener la paz o simplemente por estar en el lugar equivocado.
Si bien la historia debe recordarse, glorificar a quienes recurrieron al terrorismo y la violencia no puede ni debe ser parte de nuestra conciencia como puertorriqueños que anhelamos la paz y rechazamos la violencia en nuestra sociedad. El atentado contra el presidente Truman y los cuarteles, barrios, dependencias gubernamentales, la Base Muñiz, el Correo, Bancos y cientos de ataques terroristas en otros estados reconocidos y atribuidos por células terroristas nacionalistas no fueron un acto de patriotismo: fue un acto de violencia dirigido a destruir, crear caos, terror y acabar con la vida humana de inocentes por razones políticas. Estos actos dejaron cicatrices no solo en las víctimas, sino también en la reputació n y la integridad moral de Puerto Rico.
En el fondo de este asunto se encuentra una pregunta profunda: ¿qué tipo de pueblo aspiramos a ser? Puerto Rico siempre ha sido reconocido por su calidez, su resiliencia y su fe; por ser una sociedad que valora la vida, la familia y la esperanza incluso en medio de la adversidad. Glorificar intentos de asesinato o levantamientos violentos contradice todo lo que nos define como pueblo.
Quienes defienden estos actos suelen envolverlos en un lenguaje de nacionalismo y liberación. Hablan de “revolución” y de “sacrificio”, pero lo que realmente están defendiendo es el uso de la fuerza y el derramamiento de sangre. Eso no es liberación: es fanatismo. La violencia solo engendra más violencia.
El atentado de 1950 ocurrió en un periodo turbulento, cuando el Partido Nacionalista buscaba la independencia por medio de la lucha armada e intentaba frenar a cualquier costo, esfuerzos democráticos en la isla para un cambio político. Pero incluso entonces, la inmensa mayoría de los puertorriqueños no apoyó esos levantamientos violentos.
Rechazaron la idea de que para ser puertorriqueños se requería balas, bombas o sangre. Aún con movimientos culturales revolucionarios con decenas de cantantes, poetas laureados, escritores o periodistas que tenían un frente artístico coordinado, no lograron convencer a la mayoría de los puertorriqueños entre canciones y bonitos acordes. El pueblo pudo entender algo que sigue siendo cierto hoy: que el camino hacia el progreso se construye con educación, diálogo y democracia, no con terror.
Conmemorar a asesinos como héroes envía un mensaje peligroso a las nuevas generaciones en un momento en que la violencia ya azota nuestra sociedad. Vivimos entre homicidios, violencia doméstica y crímenes sin sentido que destrozan familias y comunidades. ¿Vamos ahora a enseñar a nuestros jóvenes que el asesinato político y los frentes culturales que los apoyan, pueden justificar la violencia en nombre de una ideología?
Los verdaderos héroes de Puerto Rico no son los que tomaron las armas contra otros, sino los que se levantan a ayudar a los demás y a construir un futuro seguro para nuestras próximas generaciones. Son nuestros maestros, médicos, agricultores y líderes comunitarios que construyen, no destruyen. Son hombres y mujeres que han luchado por los derechos civiles, por la educación, por una economía más justa y por la paz.
Los vestigios ideológicos que aún excusan el terrorismo deben ser confrontados, no celebrados. Podemos recordar la historia compleja de Puerto Rico pero desde una justa perspectiva, sin honrar los actos violentos que la mancharon. Honrar a los responsables y seguir y apoyar a quienes glorifican esta cultura, es una ofensa a los ideales democráticos y a la convivencia pacífica que la inmensa mayoría de los puertorriqueños defendemos.
El Puerto Rico de hoy merece líderes y ciudadanos que construyan puentes, no barricadas; que defiendan sus creencias con convicción, no con violencia. Recordemos el 1 de noviembre no como un día para celebrar el extremismo, sino como un recordatorio solemne de cuánto hemos avanzado y cuán vigilantes debemos permanecer ante cualquier ideología que glorifique la muerte en nombre del patriotismo.



